Mi primer recuerdo es de uno de mis cumpleaños. En el
comedor de casa, las luces apagadas, mis hermanos mayores, mis padres, mi
padrino y más gente de la que no puedo acordarme. Tampoco eran demasiados.
Aquel comedor hacía honor a las estrecheces de un piso de cuarenta metros
cuadrados. En él durante años convivimos ocho personas, mis padres mis cinco
hermanos y yo. Por más que lo intento la imagen que tengo es de la de un mueble
color beige, cuando en aquellas fechas era de color caoba. Más aparatoso, más pasado
de moda, con fotos, algunas en color, la mayoría en blanco y negro. También
había libros, sobre todo los de la colección de Bruguera, aquella que cada
ciertas páginas intercalaba un pequeño resumen de lo contado a modo de cómic de
dos o cuatro páginas. En medio el televisor, un Philips de treinta y dos
pulgadas en blanco y negro. Después, en mil novecientos ochenta y dos, con la
excusa del mundial de fútbol, y que el viejo armatoste llevaba tiempo dando
síntomas de agotamiento, llegó el primer televisor de color, también Philips,
pero esta vez de veintiocho pulgadas.
Llegó mi madre con la tarta iluminando su cara
sonriente, su pelo ensortijado. No eran muchas velas, ¿tres? ¿Cuatro? ¿Cinco?
Por más que lo intento no puedo acordarme. Todas las caras sonrientes se
dirigieron hacia mí en el momento que el pastel quedó en la mesa. Otra vez vuelve a
jugarme una mala pasada mi memoria. Veo una pequeña mesa cuadrada cuando la que
había era larga y rectangular. No demasiado, pero el tablero superior se podía mover
para sacar uno supletorio y así podíamos comer los ocho juntos. Mi padrino me
dijo que pidiera un deseo ¿Cuál fue? Daría mucho por saber mi primer deseo
expresado conscientemente. Lo único que me llega son las risas de todos y el
reproche de mi padrino por decirlo en alto y la consiguiente explicación de que
no se podría cumplir. Ese reproche es demasiado familiar. La auto imposición de
unos ritos y unos valores que el paso del tiempo te demuestra cuantas veces se
llegan a incumplir. Daba igual que la supuesta falta la cometiera un niño que
sabe de valores, de tradiciones o de supersticiones. La marca en la conducta
tiene siempre un principio y en mi recuerdo consciente está ése por delante de
cualquier otro.
Y llegó el regalo. Un muñeco tentetieso. No sé ni
como era, tampoco me importa demasiado. Lo importante, lo relevante, como una
metáfora de todo lo que llegó después y de lo que queda por llegar es por más
que lo empujara, moviera o golpeara, siempre volvía a su posición original.
Recto y firme. Lo que no me dí cuenta en aquel momento pero si me doy cuenta
ahora es el pequeño temblor después de cada embate.